Mientras la Corte Suprema de Estados Unidos parece inclinada a restringir este derecho, Rumania ve como la creciente influencia en la sociedad de una corriente conservadora está dejando en papel mojado la libre elección de las mujeres a interrumpir su embarazo.
Kai tuvo que llamar a las puertas de varias clínicas antes de obtener una cita en la pasada primavera boreal.
"En la primera me aconsejaron quedarme con el niño, las dos siguientes desistieron sabiendo que era una violación y la cuarta me habló de los riesgos para mi salud”, relata la joven de 21 años, que prefiere ocultar su apellido. “Era angustioso porque no me quedaba mucho tiempo”, concede.
Finalmente un hospital público asumió la intervención, casi sin anestesia, cuando su embarazo se acercaba a la semana 14, el máximo legal para una interrupción.
Rumania legalizó el aborto en 1989 tras la caída del régimen comunista, antes de impulsar políticas de planificación familiar en vistas a entrar a la Unión Europea en 2007.
Pero este país del este de Europa empezó a dar pasos atrás “bajo la influencia de una corriente conservadora, cercana a la Iglesia ortodoxa y a cultos neoprotestantes”, explica Andrada Cilibiu, activista de la asociación Filia.
A diferencia de Polonia, que prácticamente prohibió cualquier aborto a principios de año, Rumania no endureció su legislación. Pero en la práctica, “el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo es cada vez más limitada”, asegura.
Entre las causas señala el cierre de numerosas instituciones de acompañamiento por la falta de medios públicos y la fuerte reticencia de los médicos.
Según un sondeo de Filia a principios de 2021, casi la mitad de los 171 hospitales consultados indicaron no practicar abortos y 51 de ellos citaron razones religiosas.
Otros invocaron la pandemia del covid-19, que los obligó a suspender las intervenciones “no urgentes”.
"He practicado abortos, hasta 10 por día. Pero he parado porque pienso que ya he pecado suficiente”, explica Ioan Placinta, que ejerce en un hospital de Focsani (este), recordando los sermones al respecto de su confesor ortodoxo.
El resultado es que en las regiones más pobres, las mujeres a veces se ven obligadas a realizar procedimientos sin ayuda médica a riesgo de “morir”, lamenta Radu Vladareanu, jefe de la Sociedad de Obstetricia y Ginecología.
Aunque el código deontológico lo autoriza, él considera “anormal” que un médico rechace interrumpir un embarazo por motivos religiosos.
"Aquellos entre nosotros que hemos vivido bajo la dictadura sabemos cómo de importante es luchar por este derecho”, señala.
Con el objetivo de estimular la natalidad, el exdictador Nicolae Ceausescu prohibió en 1966 el aborto y los métodos anticonceptivos. Más de 10 mil mujeres fallecieron por procedimientos ilegales durante ese periodo.
En las grandes fábricas, las trabajadoras en edad de procrear eran sometidas a controles ginecológicos y, en los hospitales, los fiscales interrogaban a aquellas sospechosas de haber recurrido a un aborto.
Tras la abolición de ese decreto, las operaciones se dispararon: casi un millón en 1990, tres veces más que el número de nacimientos. La cifra luego cayó, situándose en menos de 47 mil 500 en 2019 y 31 mil 900 en 2020.
En un país donde millones de habitantes han emigrado hacia el oeste, los responsables políticos quieren “aumentar la natalidad” a todo precio, “transformar las mujeres en máquinas de producir niños”, estima Andrada Cilibiu.
En el hospital Polizu de Bucarest, una decena de jóvenes mujeres esperan en la consulta del doctor Nicolae Suciu.
Ginecólogo desde 1981, el médico de 67 años insiste en la importancia de “la prevención y la educación” para evitar embarazos no deseados, especialmente entre adolescentes, un fenómeno muy extendido en Rumania.
Pero “cuando una mujer viene a pedirte ayuda, ¿cómo puedes rechazarla?”.